sábado, 22 de agosto de 2009

El calor


Nínive se encogió, y sus cabellos del color de las algas wakame se retorcieron sinuosamente en las aguas verdes del Índico.

El hombre se había marchado, y su propia carne fría, delicada, opalescente como la de un pescado, sintió por primera vez la desazón del abandono. Extendiendo los brazos, Nínive se desplazó perezosamente hacia una corriente cálida, intentando recuperar lo perdido.

Aquel hombre la había acompañado durante días: no quizás entendiendo el tiempo como sabía lo entendían sus primas, las náyades, que medían el paso del vetusto Cronos basándose en los lentos giros de la tierra, pero estaba segura de que eran días. Los suficientes para haber comprendido, haber perdido y ahora hacerse preguntas.

El hombre había bajado, como una exhalación, a los dominios de su padre, despertándola de esa especie de ensueño sin sueño que disfrutan los habitantes del empíreo líquido. Sintió las ondas en el agua provocadas por el peso de su cuerpo, y se acercó a él, dueña del entorno y sabiendo la fascinación que en los momentos previos a la asfixia estaba causando en aquel extraño, que ante su visión no sólo no la temía, sino que olvidaba tratar de sobrevivir.

Insufló un beso salvador en aquellos labios cálidos, y le ofreció así la vida. El hombre pudo ver, pudo respirar bajo su mismo techo, y cruzaron una sonrisa mientras se examinaban el uno al otro.

Oh, la carne trémula, cálida, del suave color aceitunado. Los ojos negros, el cabello negro como las simas de las Marianas, de una negrura hechizante. Nínive aprendió a acariciar, a entregar su envolvente ser a aquel extraño, bajo las aguas del extenso reino de su padre.

Un sobresalto. Si hubiese sido una mujer terrestre, quizás Nínive hubiese reconocido, a pesar de la incongruencia, un escalofrío en su lánguido cuerpo hecho para atravesar el agua. Recordar aquellos días de placer la hacía sentir extraña.

Tanto le contó, aquel hombre, de su hogar… de sus verdes praderas sobre las que se podía caminar, de los vivos colores, que recordaban a los jardines de coral repletos de estrambóticos peces; de la suave caricia del sol sobre la piel, húmeda, al secarse, del erizarse de ésta; de los deliciosos frutos, pendientes de los árboles, jugosos, derramantes… y siempre veía en aquellos ojos negros un destello de tristeza.

Cada vez los abrazos eran menos prolongados, y Nínive observaba que su influjo sobre aquel ser disminuía. Ya no era capaz de satisfacerle, de acogerle en su pecho para entregarle un amor tan solo destinado a dioses.

El motivo era, sin duda, el recuerdo que teñía sus ojos de plata.

Un día el hombre marchó. Dejó en su pensamiento un mensaje, sabedor de que Nínive lo leería, mientras le observaba, compleja e inocente, alejarse hacia la superficie. Y en el mensaje el hombre le confiaba la verdad.

Nínive atravesó las aguas hasta ver dorados destellos que la cegaban, sus enormes ojos de color inenarrable, tan sólo comparables al mar bravío. Su espléndida cabeza emergió de la profundidad, y sintió como el sol la acariciaba hasta secarle la piel. Nadó, satisfecha, hasta un banco arenoso. Y se dejó ir, exhausta.

El gran rey se movió, despacio y como en un sueño, hasta aquel lugar en el Índico. El pesar hacía fluctuar sus barbas entre las ondas, causando temor entre sus súbditos, que se apartaban silenciosamente a su paso. No sabían los pensamientos que llenaban la cabeza de su gran señor.

El gran rey llegó hasta el banco de arena, en el que yacía su hija, Nínive, exangüe bajo el sol. El conductor del carro, se dijo, no habrá reparado en lo que ha sucedido.

Tocó a su hija. Tenía la piel caliente, seca, pero en sus labios aparecía una sonrisa. Un juguete roto, devorado por los pájaros.

Nínive había deseado retener en su cuerpo el calor del sol, al igual que sus hermanas terrestres, y curtir su piel transparente para ofrecerle a aquel hombre la belleza que produjo su nostalgia.

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