miércoles, 26 de agosto de 2009

Feliz, feliz no cumpleaños


En realidad, el cumpleaños es mañana, pero no será un día muy bueno para escribir. Demasiado trabajo. Y es que por mucho que intente que mi cumpleaños sea exactamente tal y como lo siento, un día especial, siempre es de lo más común y ordinario. En este caso, el día que más trabajo tengo en la semana.

Las maneras que tengo de celebrarlo dentro de mi, siempre hacen que se convierta en un día que espero con muchas expectativas, incluso me despierto especialmente feliz, como la mañana de Reyes. Aunque este año lo recibo algo triste, y no por los años, que me dan igual, sino por el tonto y egoísta motivo de que mis padres no estarán conmigo para celebrarlo. Ellos están celebrando su amor en París, y me parece un motivo de lo más contundente para que no estén conmigo mañana. Pero me pongo tontita.

Bueno, un año más. Más vieja, más gorda, más tranquila, más equilibrada según el día. No está mal.

sábado, 22 de agosto de 2009

El calor


Nínive se encogió, y sus cabellos del color de las algas wakame se retorcieron sinuosamente en las aguas verdes del Índico.

El hombre se había marchado, y su propia carne fría, delicada, opalescente como la de un pescado, sintió por primera vez la desazón del abandono. Extendiendo los brazos, Nínive se desplazó perezosamente hacia una corriente cálida, intentando recuperar lo perdido.

Aquel hombre la había acompañado durante días: no quizás entendiendo el tiempo como sabía lo entendían sus primas, las náyades, que medían el paso del vetusto Cronos basándose en los lentos giros de la tierra, pero estaba segura de que eran días. Los suficientes para haber comprendido, haber perdido y ahora hacerse preguntas.

El hombre había bajado, como una exhalación, a los dominios de su padre, despertándola de esa especie de ensueño sin sueño que disfrutan los habitantes del empíreo líquido. Sintió las ondas en el agua provocadas por el peso de su cuerpo, y se acercó a él, dueña del entorno y sabiendo la fascinación que en los momentos previos a la asfixia estaba causando en aquel extraño, que ante su visión no sólo no la temía, sino que olvidaba tratar de sobrevivir.

Insufló un beso salvador en aquellos labios cálidos, y le ofreció así la vida. El hombre pudo ver, pudo respirar bajo su mismo techo, y cruzaron una sonrisa mientras se examinaban el uno al otro.

Oh, la carne trémula, cálida, del suave color aceitunado. Los ojos negros, el cabello negro como las simas de las Marianas, de una negrura hechizante. Nínive aprendió a acariciar, a entregar su envolvente ser a aquel extraño, bajo las aguas del extenso reino de su padre.

Un sobresalto. Si hubiese sido una mujer terrestre, quizás Nínive hubiese reconocido, a pesar de la incongruencia, un escalofrío en su lánguido cuerpo hecho para atravesar el agua. Recordar aquellos días de placer la hacía sentir extraña.

Tanto le contó, aquel hombre, de su hogar… de sus verdes praderas sobre las que se podía caminar, de los vivos colores, que recordaban a los jardines de coral repletos de estrambóticos peces; de la suave caricia del sol sobre la piel, húmeda, al secarse, del erizarse de ésta; de los deliciosos frutos, pendientes de los árboles, jugosos, derramantes… y siempre veía en aquellos ojos negros un destello de tristeza.

Cada vez los abrazos eran menos prolongados, y Nínive observaba que su influjo sobre aquel ser disminuía. Ya no era capaz de satisfacerle, de acogerle en su pecho para entregarle un amor tan solo destinado a dioses.

El motivo era, sin duda, el recuerdo que teñía sus ojos de plata.

Un día el hombre marchó. Dejó en su pensamiento un mensaje, sabedor de que Nínive lo leería, mientras le observaba, compleja e inocente, alejarse hacia la superficie. Y en el mensaje el hombre le confiaba la verdad.

Nínive atravesó las aguas hasta ver dorados destellos que la cegaban, sus enormes ojos de color inenarrable, tan sólo comparables al mar bravío. Su espléndida cabeza emergió de la profundidad, y sintió como el sol la acariciaba hasta secarle la piel. Nadó, satisfecha, hasta un banco arenoso. Y se dejó ir, exhausta.

El gran rey se movió, despacio y como en un sueño, hasta aquel lugar en el Índico. El pesar hacía fluctuar sus barbas entre las ondas, causando temor entre sus súbditos, que se apartaban silenciosamente a su paso. No sabían los pensamientos que llenaban la cabeza de su gran señor.

El gran rey llegó hasta el banco de arena, en el que yacía su hija, Nínive, exangüe bajo el sol. El conductor del carro, se dijo, no habrá reparado en lo que ha sucedido.

Tocó a su hija. Tenía la piel caliente, seca, pero en sus labios aparecía una sonrisa. Un juguete roto, devorado por los pájaros.

Nínive había deseado retener en su cuerpo el calor del sol, al igual que sus hermanas terrestres, y curtir su piel transparente para ofrecerle a aquel hombre la belleza que produjo su nostalgia.

viernes, 14 de agosto de 2009

Sudor y furia


El calor. Es muy jodido el calor. Ya lo decía Lorca, que en los días de calor, y sobre todo en Agosto, pasan cosas muy malas.

El calor nos convierte en animales, desata en nosotros cierta malignidad, nos empuja a mirarnos con ojos aviesos, y a molestarnos por cosas que, en otros momentos, no nos molestarían. Venía por la calle y ya he visto dos enfrentamientos de personas por motivos asombrosamente estúpidos. Pero el culpable es el calor.

El calor nos transforma, nos corrompe, nos hace hervir la sangre, y no para bien. Asfalto ardiente, arena que quema, multitudes ansiosas, prisas, la náusea. Y un enorme ventilador.

El calor te aplasta, te deja inútil, te ablanda el cerebro, y dicen que desata crímenes. Lorca lo decía siempre, que el calor saca las navajas, y los temperamentos. Las pasiones son más negras, y la paciencia se acaba mucho antes, evaporada.

Me encanta el invierno.

martes, 4 de agosto de 2009

La llave maestra


A veces quisiera ser el ama de llaves, la que tiene la llave que abre todas las puertas. Quisiera poder abrirlas para vosotros, de par en par, para que entráseis libres y felices, y no a empujones, o pasar de largo ante ellas.


Quisiera tener la llave para la puerta que da a ese lugar, donde los miedos y las inseguridades son superados, donde no existe el temor a ser abandonado, donde nos vemos en un espejo tal y como somos, limpios, grandes, libres y merecedores de recibir amor. Pero esa cerradura está algo alta.


Quisiera tener la llave de tu cabeza, en la que estás encerrado tú, en la que te sientes un pequeño monstruo indigno de recibir cariño, y que siente que, si lo recibe, es por pena, por misericordia. Quisiera abrirte de un soplido los ojos, y que cayeran de ellos las escamas que te impiden ver tu enormísimo talento, tu capacidad de amar, y de ser amado por los demás, tu miedo a compartir tu dolor con alguien que te ame sin condiciones, porque, para ti, es mejor hundirse solo y destrozado antes que pedir ayuda a quien te la está ofreciendo sin condiciones. Ojalá, por encima de todo, tuviese esa maldita llave, mi querido amigo.


Quisiera tener la llave para superar el recuerdo, el dolor, las heridas, y que da paso al futuro, no al olvido, pero si a la comprensión, y a la aceptación.


Quisiera tener la llave de los candados que atan vuestras lenguas, para deshacer los nudos, para daros la llama de nuestro Pentecostés personal, que nos lleve a comunicarnos entre nosotros mismos, a abrirnos, a decirnos las cosas que tenemos dentro y que, muchas veces, son a su vez pequeñas llavecitas que abren minúsculas puertas blancas en nuestro interior.


Quisiera tener la llave de tu corazón, herrumbroso, oxidado, carcomido por las lágrimas, para desencajarlo y abrirlo, para que deje pasar de una vez toda la luz del sol.


Pero lo único que puedo ofreceros es la llave que abre mi ser para vosotros, y muchas veces, no sirve de nada.